4 de enero de 2014

HASTA QUE LA MUERTE NOS SEPARE...






La relación iba viento en popa, después de varios años de convivencia él tomó la decisión de que había llegado la hora de casarnos. ¿Por qué casarnos? le pregunté. Porque no, fue su respuesta. ¿Qué debería cambiar si nos casamos? Es lo mismo, solo que haremos una gran fiesta. Podemos hacer la fiesta, si eso es lo que quieres, le dije. Pero no, él seguía empecinado en la idea del matrimonio, formal con fiesta, con cura, con todo lo que en su familia le habían dicho que era lo políticamente correcto. 

Y así empezó mi calvario. Preparativos, vestidos, familias; todos opinando, mientras yo lo único que quería era que todo vuelva a ser como siempre. Los meses antes de la boda se hicieron eternos. Cada día había algo que hacer y entre el trabajo, la casa y la bendita fiesta yo estaba cada vez más infeliz. Él era dichoso, a cada persona que encontrábamos le decía –Pronto nos casaremos, amor enseña el anillo que te di– Pero para mí aquel objeto pesaba más que los grilletes de un condenado, el matrimonio era mi sentencia a cadena perpetua. 

 Llegó el día de la boda, salí vestida de negro, ¿por qué debía ser como todas aquellas que usan un vestido blanco? yo no tenía nada que festejar, no me quería casar. Así que me atavié en mi mortaja. Crucé el pasillo de la iglesia, con aquella música que realmente parece de velorio, todas las miradas sobre mi, y yo viendo al vacío, con una malévola sonrisa dibujada en los labios, él estupefacto. 

 Creo que deseó llegar a mi para detenerme, pero era tarde, me encontraba de pie junto a él, frente al altar, inmutable. La ceremonia continúo su lento cauce, él casi ni me miró, yo dije acepto con la voz más ceremoniosa. La liturgia terminó, salimos de la iglesia, los presentes que por un momento olvidaron mi negra vestimenta y decidieron festejar a los novios, tal vez no les sorprendía un berrinche de ese estilo de mi parte; pero él estaba furioso, disimuladamente me llevó lejos de la multitud –¿En qué estabas pensado al casarte vestida de negro?– gritó, yo reí y reí hasta caer al suelo. Vamos a celebrar la boda de tus sueños, dije, mientras las lágrimas brotaban de tanta risa, olvídate de mi vestido que ya pronto llegará la luna de miel.

Nuestro destino era una hermosa playa paradisíaca, un acantilado imponente demarcaba la silueta de la costa. El atardecer con sus ondas naranjas se veía en todo su esplendor desde aquella roca. Para cambiar su aún molesto ánimo por el incidente de la boda, lo llevé a lo más alto del lugar, cargando una pesada maleta a mis espaldas. Mientras se encontraba distraído por la vista, le coloqué los grilletes y le di un pequeño empujón. Lo vi caer hacia el turbulento mar mientras yo repetía ceremoniosamente –Sí, acepto. Hasta que la muerte nos separe– Pronto lo único que se escuchaba era el mar y mi risa.






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